martes, 13 de septiembre de 2016

WALTER POR SIEMPRE

Dedicado a la memoria de walter y su abula Maria ramona
que en paz descansen algo que muchos olvidaron hoy en día y prácticamente abandonaron una lucha que debe ser eterna..


El 19 de abril de 1991, Walter Bulacio, un pibe rockero de Aldo Bonzi cuyo nombre terminaría convirtiéndose en bandera de movilización, partió con sus amigos del barrio en un micro escolar alquilado hacia el estadio Obras. Aquel sábado los Redonditos de Ricota tocarían los temas de ¡Bang! ¡Bang!… Estás liquidado, que por entonces era su último disco. María Ramona Armas de Bulacio, la abuela de Walter, lo despidió en su casa y le dio 120 mil australes. “Cuidate”, le dijo a su nieto preferido, el que escribía cuentos y trabajaba de caddie en el campo municipal de golf para financiar el viaje de egresados que lo llevaría a Bariloche junto con sus compañeros de quinto año del turno tarde del Colegio Nacional Rivadavia. Los que tenían entradas pasaron rápido. Los que no, como Walter, se inquietaron: la policía, a las órdenes del titular de la comisaría 35ª, Miguel Ángel Espósito, había desplegado una presencia agresiva y se estaba llevando a todos los que estaban dando vueltas. A las nueve y media de la noche levantaron a Walter.
Mientras la noche avanzaba en la comisaría, los muchachos eran clasificados por edad y por sexo. A los mayores los enviaban a los calabozos; a los otros, a la Sala de Menores, que en realidad era otro calabozo. Aquella era la primera vez para Walter, que tenía frío y miedo. Fabián Sliwa, el agente que escribía los datos –y que en el caso de los menores anotaba apenas “Ley 10.903” como motivo de detención-, declaró cuatro años después que vio cómo el propio Espósito, harto porque ya de madrugada “la comisaría era un despelote”, le sacó la cachiporra a uno de sus agentes y descargó su bronca golpeando en la cabeza a Walter. El testimonio de Sliwa fue impugnado por la defensa del comisario y finalmente descartado, pero su versión, dicen desde la querella, encaja.
Un golpe violento o el miedo de pasar una noche en manos del enemigo: no hay que buscar demasiado para encontrar las causas del crack en la cabeza de Bulacio. Los chicos que compartían el calabozo con él le cedieron la única silla cuando lo vieron debilitado y dolorido, vomitando. “De acá no salimos, nadie sabe que nos trajeron”, le había dicho a uno de ellos.
De los once, al amanecer quedaban tres. Los padres habían ido a buscar a los demás, pero los de Bulacio recién se enterarían de su derrotero al día siguiente. En la mañana del sábado 20, Walter fue trasladado en una ambulancia del CIPEC al Hospital Pirovano, desde donde lo derivaron al Fernández porque no funcionaba el tomógrafo. “Su hijo estaba borracho y drogado”, les dijeron en la comisaría a los padres, cuando fueron corriendo a buscarlo. “¿Te pegaron, negrito?”, le preguntó Víctor Bulacio a su hijo cuando finalmente lo pudo ver. El pibe asintió. Al médico que lo recibió le había dicho quién: “la yuta”. El domingo 21, Walter recaló en el Sanatorio Mitre, adonde llegó con una ficha médica que decía “Golpes faciales varios de 36 horas de evolución”. Hacía un día y medio que había entrado a la comisaría. En el sanatorio no pudieron evitar que entrara en coma y que una semana más tarde falleciera. Todavía quedaba en la pared de la Sala de Menores de la comisaría el graffiti rudimentario que uno de ellos había raspado con su birome, al lado de sus nombres: “Caímos por estar parados. 19/4/91”.


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